domingo, 5 de agosto de 2012

Verborragia sobre amantes y amores

Quizá querer sea conformarse con tener lo mejor que se nos ocurrió desear en quien nunca pensamos encontrarlo; o al menos, en esa persona que vino en lugar de otra que nunca existió como quisimos. Porque esa también vino en lugar de otra, y esa otra, de otra que imaginamos cuando éramos aún muy chicas o muy chicos.

Queremos por primera vez, y después de esa primera vez queremos de nuevo. Nos habituamos al nuevo roce de la piel entre los muslos, a las risas estridentes, a los labios con besos que hasta ahora ignorábamos. Queremos con pasión, pero también con el dolor que escoce en la herida de los amores fracasados.

Pienso entonces, cada nuevo amor es un acumulado de recuerdos, un compendio de viejos amores, de lágrimas cristalizadas y cosquillas cada vez más borrosas. Es a la vez un continente inexplorado, una ráfaga de aire con aroma a hierba buena, a limonada. Una segunda, una quinta, una infinita primera vez. Como las constantes erupciones de lava que se petrifican creando nuevo suelo sobre antiguas colinas de magma, para hacer crecer las montañas que de ninguna forma podrían existir sin las capas inferiores.

¿Será que nos habitan aún antiguos amantes? ¿Que nuestros cuerpos guardan memoria de otras manos? Puede ser... pero cuando, con delicadeza, ella explora hábilmente las curvas y repasa los surcos del terreno irregular que es mi cuerpo, me alegro. Me alegro de sentir placer una vez más a pesar de la costumbre de otros dedos, de la memoria de otras palmas, del recuerdo de una anatomía diferente a la mía que ahora no existe, que se borra para dar paso a un cuerpo que me es familiar, donde me reconozco, para usar la metáfora de Safo, como en un espejo.Y me alegro, porque no quisiera que esas caderas que reposan a mi lado fueran otras.

Es probable que luego vuelva a enamorarme una vez más y otra después de esa, y descubra otras manos y otros pies que me hagan caminar otros senderos y nuevamente el amor. Pero celebro con gemidos y leves aplausos convulsos en el sexo, que las manos, la lengua, el calor en las mejillas, el sudor como un pozo sin fondo en el ombligo, son de ella y no de otros, no de otras.

Entonces es cuando se me antoja abrir los ojos para verla bien, para confirmar su presencia y detallar sus gestos. Para superponer su rostro a los que también en otro tiempo me mostraron sin máscaras el alma. Y descanso sabiendo que este rostro mío, que ha sido de otros, ahora es de ella.

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